El perro guardián
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El perro guardián
Una historiecita que no sé si los va a aterrorizar, en particular si tienen la paciencia de leerla toda. A mí no me aterró. A mí me conmvovió. Vos ves.
Cuando se encontró al cachorrito tiritando de frío y de miedo en una esquina de Jacinto Vera, la Tana todavía era una chiquilina en transición a muchacha, en los tiempos cuando la voz cambia de pronto, el cuerpo da sorpresas inquietantes y la cabeza se llena de ilusiones. Era un sábado de tardecita invernal y ella iba al supermercado a hacer un mandado junto con Julieta, su amiga eterna e inseparable. Allá iban charloteando a dos voces simultáneas cuando Julieta casi pisó al bichito, demasiado preocupada por su medionovio de la semana pasada. Fue la Tana la que le pegó el grito, y Julieta dio un brinco que casi queda parada sobre el murito de una casa con jardín.
El cachorro era un perdiguerito blanco de grandes orejas marrones, con un ladriquejido tan finito que taladraba los oídos, y con una mugre, para su tamaño, verdaderamente descomunal. En el primer momento aquella chiquitez intentó escapar, tras darse cuenta de la ineficacia evidente de su ladrido más agresivo. Pero se dejó agarrar por las manos blancas de la Tana, a las que, al parecer, encontró acogedoras. La amistad entre ambos fue inmediata y definitiva. Una vecina que venía de la feria con una chismosa enorme pareció conmovida por la escena, porque les contó, a la pasada, que el animalito era de un ex diputado de la calle Garibaldi que perdió las elecciones y se tuvo que irse con su familia a un apartamento. Julieta, que hubiera preferido seguir hablando del casinovio, intentó al principio convencerla de “que el perrito tenía un olor que no se lo iba a sacar por semanas, que la madre la iba a matar si se le aparecía con un bicho en lugar de la yerba y los dos morrones, que la sarna y andá a saber qué otra peste.” Pero conocía a su amiga y supo que ya era demasiado tarde para convencerla de dejarlo.
Así que, desde ahí, cuando estaban a medio camino del súper, volvieron a la casa de ella bromeando sobre juntar monedas para darle un baño con creolina, y disparatando en torno a posibles nombres. Sultán o Fido eran muy terrajas, tampoco se iba a ganar el respeto de nadie si se llamaba Isidoro o Pericles, pero podría ser por el lado de Romeo o, a lo mejor, Jeremías. “Sí, ese nombre le da cierta importancia, qué sé yo...”
Le quedó Jeremías.
La madre de la Tanita arrugó el ceño cuando la vio venir. Quizás fue sólo por una cuestión de mostrarle cierta autoridad, pero a ella también la conquistó el perrito. Además, el nombre le sonó como a santo, porque era una mujer muy creyente. De todas maneras, esperó que su hija le rogara un poquito antes de acceder. Luego dijo que sí y le hizo prometer que se encargaría de limpiarle las porquerías. Y listo.
Jeremías creció mucho más de lo que podían imaginarse cuando lo encontraron, y bastante más que lo conveniente para la casa. Pero tenía un carácter simpático y activo —a veces de más—, aunque no dejaba de ser un guardián atento, así que se ganó su lugar. Además, era un compañero formidable para aquellas dos mujeres solas. Acompañaba a la Tana hasta la parada del ómnibus todos los días —incluso una vez se subió al 187 y tuvieron que bajarse los dos porque Jeremías parecía querer conocer el Palacio Legislativo a toda costa— y también iba caminando al lado de ella hasta la farmacia del Centro cuando había que ir de noche a buscar algún remedio. Jugaba con la madre cuando hacía las labores y se entretenía solo, cuando hacía falta, ladrándole a los autos desde la azotea. La Tana creció con él, y también creció el cariño entre ambos. Hizo falta un buen tiempo para hacerle entender al Jeremías los conceptos de novio y privacidad, pero de a poco pudieron ir haciendo nuevos acuerdos. Incluso con el novio, que tenía su geniecito y le costó también entender el concepto de perro celoso.
La relación entre la Tana y Guzmán, su novio, también fue creciendo, y llegó el día en que decidieron casarse. El apartamento que encontraron era chiquitito, pero a pesar de eso apenas era soportado por el presupuesto de la nueva familia. Cuando la Tana abandonó la casa de su infancia, le dolió dejar recuerdos, vínculos, muñecas viejas, amigas y madre. Pero le arañó el corazón despedirse de Jeremías, sobre todo porque él parecía entender que ya no habría farmacia a dónde ir ni 187 para subirse.
Después vinieron las visitas semanales, que al tiempo se tornaron en mensuales. Los lapsos se iban alargando de a poquito a medida de que la Tana empezaba a darse cuenta de que su matrimonio no iba bien. Guzmán fue pasando de ser un cabeza dura un poco gruñón a imponerse muchas veces con una fuerza que asustaba. La distancia entre ambos fue creciendo pese a lo chiquito del apartamento, que se hizo todavía más diminuto y conflictivo cuando nació Melisa. Después de un montón de discusiones fuertes y angustiantes, Guzmán acabó por aceptar que la Tana consiguiera un trabajo. Semanas después, ella se ganó un puestito en el BPS. Las visitas a lo de mamá ya no pudieron ser más que algún fin de semana cada tanto, porque entre el bebé, el empleo y las grescas en casa, la Tana terminaba la semana rendida. A veces en más de un sentido.
Un domingo al mediodía decidió ir con Melisa, para que ésta pasara un día con la abuela y también para escapar un poco del ambiente espeso de casa. La madre las recibió con alegría enorme. Pero, justo antes del almuerzo, le dio la noticia de que dos semanas atrás el Jeremías se había salido corriendo de la casa y lo agarró un auto en Garibaldi. Luego le contó que entre varios vecinos lo enterraron junto a la canchita de al lado del canal 5. La Tana lloró rato largo, por todo, sin dejar de mirar a Melisa y preguntarle con la mente qué fue lo que hizo tan mal. Ni siquiera tuvo el valor de contarle a la madre que a Guzmán le había empezado a gustar demasiado del vino y del boliche.
Pasaron los años, pero las cosas en su matrimonio no mejoraron. Muchas veces ella creía que sí, porque él se aparecía de pronto todo seductor, o le traía una cadenita u otro regalo para componer la relación después de una de las peleas. A veces le parecía que todo estaba volviendo a empezar, y se le renovaban las energías para encarar el esfuerzo cotidiano. Hasta pudieron comprarse una camionetita vieja, de esas con caja atrás, medio chica para los tres pero que le servía a Guzmán para trabajar. La Tana ponía una voluntad enorme para convencerse de que lo amaba, y a veces le salía bastante bien.
Melisa creció sanita y muy inteligente, y eso es lo que importaba, después de todo.
Pero al tiempito, nomás, se volvía a desmoronar el castillo de arena. Como la noche en que esperó a Guzmán que había ido a pagar el alquiler del apartamento, pero volvió a casa tardísimo. Por los pasos irregulares en la escalera supo que estaba borracho y alcanzó a decirle a Melisa que se metiera en su cuarto. A él le tomó un ratito embocar la llave en la cerradura y entrar. “¿Que qué mirás vos”, fue todo el saludo. La Tana estaba cansada y después de un silencio incómodo le preguntó, sin esperanza, por el alquiler. Y ahí arrancó. “Que yo me deslomo trabajando y no puedo siquiera divertirme un poco”, “que qué te creés, ¿que yo soy de piedra?” Y luego vino la trompada en la puerta del armario, y el vaso que reventó contra el cuadro, y la mirada de odio exagerado, y la voz que subía y subía junto con la bronca.
Ella también tenía bronca, pero quiso aguantarla y decirle que “no tomes más si te hace mal.” Él le grito no sé qué del “respeto y ¿vos quién sos?”, y arrancó derechito preparando el puño. Pero se paró en seco. Y ella también. Quedaron como bobos en silencio mirando a la puerta del dormitorio, porque se escuchaba clarito que alguien quería entrar. Era arañazos, gemidos lastimeros, el empujón de un cuerpo pesado sobre la puerta.
—¡¿Quién carajo dejó entrar un perro acá?! —gritó Guzmán con furia y la voz gangosa por el alcohol. Intentó abrir la puerta pero se tropezó con la cama y se cayó. Volvió a reincorporarse, llegó al pomo y abrió. No había ningún perro. No había nadie. Melisa nunca se hubiera atrevido a salir del cuarto. Quizás ahí Guzmán se convenció de que estaba muy borracho y se desplomó a dormir en la cama.
A la tarde del otro día, Guzmán se apareció en la casa como si nada, y de la misma manera en las semanas siguientes. Hasta parecía que, cada tanto, amagaba a sonreír. La Tana le seguía la corriente con tal de que se fuera acostumbrando a estar tranquilos y en paz. En el fondo, Guzmán es un buen hombre, pensaba ella, y si lo ayudo a lo mejor...
Pero no duró mucho esa situación. Esta vez Melisa la llamó al BPS desde el teléfono monedero del bar de la esquina para decirle que papá estaba muy mal y que iba para ahí. La Tana se puso tan pálida que los compañeros y compañeras del trabajo le dijeron que se fuera, que ellos le marcaban la tarjeta. Pero no alcanzó a bajar hacia la salida cuando vio que él la estaba esperando en la camioneta. Se subió resignada. Era una noche de invierno y se había descargado un chaparrón espantoso.
—Podrías agradecer un poquito que tu marido te viene a buscar, para que la señora no se moje —fue el saludito, junto con la cara que se corre para evitar el beso porque detrás de esa frase viene el resto del discurso—: Pero, ¡qué vas a agradecer, vos! Mal acostumbrada, estás...
Ni bien arrancó la camioneta se hizo obvio que no la llevaría a casa, pese a los ruegos diciéndole que tenía que hacer la comida y que estaba muy cansada. Él decidió vagar por calles oscuras, sin rumbo, soltando su bronca —también sin rumbo— otra vez incontrolable y poblada de groserías. El colmo llegó cuando la Tana le dijo “que yo no te hice nada, que te estás enloqueciendo.” Él aprovechó la señal:
—¿Loco? —dijo Guzmán con la misma fuerza con que apretó bruscamente el freno de la camioneta—. Yo te voy a enseñar lo que es estar loco... ¡No te vas a olvidar nunca más de este loquito!
La Tana entró en ese pánico que ya conocía y temía, y hasta llegó a cerrar los ojos para minimizar el primer golpe que presentía próximo.
Pero la trompada nunca llegó. Al principio, todavía con los ojos fuertemente cerrados, creyó que lo que escuchó no era más que su imaginación de ese mundo en el que se metía a veces para sufrir menos. Le pareció que volvía a su propia adolescencia, que escuchaba a su perro Jeremías que venía ladrando a salvarla. Cuando abrió los ojos, extrañada porque el golpe tardaba mucho, vio a Guzmán perplejo tratando de ver hacia atrás. Y cuando ella también miró, supo que no era su imaginación ni quedaba lugar para ninguna duda. El Jeremías gruñía trepado a la caja de la camioneta. Ladraba, mostraba los dientes afilados en un gesto terrible y arañaba la ventanita de atrás de la cabina.
—¡Bestia de porquería, me vas a romper el vidrio! —le gritó Guzmán—. ¡Esto es lo único que me faltaba! —vociferó mientras abría la puerta de la camioneta para salir. La Tana aprovechó la confusión para hacer lo único que deseaba en ese momento: escapar. Abrió la puerta y corrió como pudo, mientras oía a sus espaldas el entrevero de ladridos y gritos. Cada vez más lejos.
A la tarde siguiente, el se reapareció como lo hacía siempre, como si nada. Traía una mano vendada, y apenas garabateó un saludo al entrar. La Tana le preguntó, como al descuido, qué le había pasado en la mano, sabiendo que iba a disfrutar de la respuesta.
—Me mordió —le dijo Guzmán entre dientes—. Ese perro de porquería me mordió...
—Yo lo vi al Jeremías. Te lo juro. Lo vi clarito. Estaba lloriqueando por no poder ayudarme, como cuando era chica.
La Tana Scotti anda hoy por los sesenta y pico. Ya no vive con su ex marido. Cuando cuenta, se la ve segura y tierna, como sabiendo que no está sola.
—Yo lo vi. Y sabía que no podía ser de este mundo. Nadie me va a poder creer, pero nadie tampoco me va a convencer de que no estaba ahí. Tampoco nadie me va a convencer de que no fue mi Jeremías el que me salvó aquella noche.
Cuando lo dice, los ojos se le ponen tan vidriosos que hasta parece que yo mismo estoy viendo al perro reflejado en ellos.
Y le digo que sí, que yo le creo.
Cuando se encontró al cachorrito tiritando de frío y de miedo en una esquina de Jacinto Vera, la Tana todavía era una chiquilina en transición a muchacha, en los tiempos cuando la voz cambia de pronto, el cuerpo da sorpresas inquietantes y la cabeza se llena de ilusiones. Era un sábado de tardecita invernal y ella iba al supermercado a hacer un mandado junto con Julieta, su amiga eterna e inseparable. Allá iban charloteando a dos voces simultáneas cuando Julieta casi pisó al bichito, demasiado preocupada por su medionovio de la semana pasada. Fue la Tana la que le pegó el grito, y Julieta dio un brinco que casi queda parada sobre el murito de una casa con jardín.
El cachorro era un perdiguerito blanco de grandes orejas marrones, con un ladriquejido tan finito que taladraba los oídos, y con una mugre, para su tamaño, verdaderamente descomunal. En el primer momento aquella chiquitez intentó escapar, tras darse cuenta de la ineficacia evidente de su ladrido más agresivo. Pero se dejó agarrar por las manos blancas de la Tana, a las que, al parecer, encontró acogedoras. La amistad entre ambos fue inmediata y definitiva. Una vecina que venía de la feria con una chismosa enorme pareció conmovida por la escena, porque les contó, a la pasada, que el animalito era de un ex diputado de la calle Garibaldi que perdió las elecciones y se tuvo que irse con su familia a un apartamento. Julieta, que hubiera preferido seguir hablando del casinovio, intentó al principio convencerla de “que el perrito tenía un olor que no se lo iba a sacar por semanas, que la madre la iba a matar si se le aparecía con un bicho en lugar de la yerba y los dos morrones, que la sarna y andá a saber qué otra peste.” Pero conocía a su amiga y supo que ya era demasiado tarde para convencerla de dejarlo.
Así que, desde ahí, cuando estaban a medio camino del súper, volvieron a la casa de ella bromeando sobre juntar monedas para darle un baño con creolina, y disparatando en torno a posibles nombres. Sultán o Fido eran muy terrajas, tampoco se iba a ganar el respeto de nadie si se llamaba Isidoro o Pericles, pero podría ser por el lado de Romeo o, a lo mejor, Jeremías. “Sí, ese nombre le da cierta importancia, qué sé yo...”
Le quedó Jeremías.
La madre de la Tanita arrugó el ceño cuando la vio venir. Quizás fue sólo por una cuestión de mostrarle cierta autoridad, pero a ella también la conquistó el perrito. Además, el nombre le sonó como a santo, porque era una mujer muy creyente. De todas maneras, esperó que su hija le rogara un poquito antes de acceder. Luego dijo que sí y le hizo prometer que se encargaría de limpiarle las porquerías. Y listo.
Jeremías creció mucho más de lo que podían imaginarse cuando lo encontraron, y bastante más que lo conveniente para la casa. Pero tenía un carácter simpático y activo —a veces de más—, aunque no dejaba de ser un guardián atento, así que se ganó su lugar. Además, era un compañero formidable para aquellas dos mujeres solas. Acompañaba a la Tana hasta la parada del ómnibus todos los días —incluso una vez se subió al 187 y tuvieron que bajarse los dos porque Jeremías parecía querer conocer el Palacio Legislativo a toda costa— y también iba caminando al lado de ella hasta la farmacia del Centro cuando había que ir de noche a buscar algún remedio. Jugaba con la madre cuando hacía las labores y se entretenía solo, cuando hacía falta, ladrándole a los autos desde la azotea. La Tana creció con él, y también creció el cariño entre ambos. Hizo falta un buen tiempo para hacerle entender al Jeremías los conceptos de novio y privacidad, pero de a poco pudieron ir haciendo nuevos acuerdos. Incluso con el novio, que tenía su geniecito y le costó también entender el concepto de perro celoso.
La relación entre la Tana y Guzmán, su novio, también fue creciendo, y llegó el día en que decidieron casarse. El apartamento que encontraron era chiquitito, pero a pesar de eso apenas era soportado por el presupuesto de la nueva familia. Cuando la Tana abandonó la casa de su infancia, le dolió dejar recuerdos, vínculos, muñecas viejas, amigas y madre. Pero le arañó el corazón despedirse de Jeremías, sobre todo porque él parecía entender que ya no habría farmacia a dónde ir ni 187 para subirse.
Después vinieron las visitas semanales, que al tiempo se tornaron en mensuales. Los lapsos se iban alargando de a poquito a medida de que la Tana empezaba a darse cuenta de que su matrimonio no iba bien. Guzmán fue pasando de ser un cabeza dura un poco gruñón a imponerse muchas veces con una fuerza que asustaba. La distancia entre ambos fue creciendo pese a lo chiquito del apartamento, que se hizo todavía más diminuto y conflictivo cuando nació Melisa. Después de un montón de discusiones fuertes y angustiantes, Guzmán acabó por aceptar que la Tana consiguiera un trabajo. Semanas después, ella se ganó un puestito en el BPS. Las visitas a lo de mamá ya no pudieron ser más que algún fin de semana cada tanto, porque entre el bebé, el empleo y las grescas en casa, la Tana terminaba la semana rendida. A veces en más de un sentido.
Un domingo al mediodía decidió ir con Melisa, para que ésta pasara un día con la abuela y también para escapar un poco del ambiente espeso de casa. La madre las recibió con alegría enorme. Pero, justo antes del almuerzo, le dio la noticia de que dos semanas atrás el Jeremías se había salido corriendo de la casa y lo agarró un auto en Garibaldi. Luego le contó que entre varios vecinos lo enterraron junto a la canchita de al lado del canal 5. La Tana lloró rato largo, por todo, sin dejar de mirar a Melisa y preguntarle con la mente qué fue lo que hizo tan mal. Ni siquiera tuvo el valor de contarle a la madre que a Guzmán le había empezado a gustar demasiado del vino y del boliche.
Pasaron los años, pero las cosas en su matrimonio no mejoraron. Muchas veces ella creía que sí, porque él se aparecía de pronto todo seductor, o le traía una cadenita u otro regalo para componer la relación después de una de las peleas. A veces le parecía que todo estaba volviendo a empezar, y se le renovaban las energías para encarar el esfuerzo cotidiano. Hasta pudieron comprarse una camionetita vieja, de esas con caja atrás, medio chica para los tres pero que le servía a Guzmán para trabajar. La Tana ponía una voluntad enorme para convencerse de que lo amaba, y a veces le salía bastante bien.
Melisa creció sanita y muy inteligente, y eso es lo que importaba, después de todo.
Pero al tiempito, nomás, se volvía a desmoronar el castillo de arena. Como la noche en que esperó a Guzmán que había ido a pagar el alquiler del apartamento, pero volvió a casa tardísimo. Por los pasos irregulares en la escalera supo que estaba borracho y alcanzó a decirle a Melisa que se metiera en su cuarto. A él le tomó un ratito embocar la llave en la cerradura y entrar. “¿Que qué mirás vos”, fue todo el saludo. La Tana estaba cansada y después de un silencio incómodo le preguntó, sin esperanza, por el alquiler. Y ahí arrancó. “Que yo me deslomo trabajando y no puedo siquiera divertirme un poco”, “que qué te creés, ¿que yo soy de piedra?” Y luego vino la trompada en la puerta del armario, y el vaso que reventó contra el cuadro, y la mirada de odio exagerado, y la voz que subía y subía junto con la bronca.
Ella también tenía bronca, pero quiso aguantarla y decirle que “no tomes más si te hace mal.” Él le grito no sé qué del “respeto y ¿vos quién sos?”, y arrancó derechito preparando el puño. Pero se paró en seco. Y ella también. Quedaron como bobos en silencio mirando a la puerta del dormitorio, porque se escuchaba clarito que alguien quería entrar. Era arañazos, gemidos lastimeros, el empujón de un cuerpo pesado sobre la puerta.
—¡¿Quién carajo dejó entrar un perro acá?! —gritó Guzmán con furia y la voz gangosa por el alcohol. Intentó abrir la puerta pero se tropezó con la cama y se cayó. Volvió a reincorporarse, llegó al pomo y abrió. No había ningún perro. No había nadie. Melisa nunca se hubiera atrevido a salir del cuarto. Quizás ahí Guzmán se convenció de que estaba muy borracho y se desplomó a dormir en la cama.
A la tarde del otro día, Guzmán se apareció en la casa como si nada, y de la misma manera en las semanas siguientes. Hasta parecía que, cada tanto, amagaba a sonreír. La Tana le seguía la corriente con tal de que se fuera acostumbrando a estar tranquilos y en paz. En el fondo, Guzmán es un buen hombre, pensaba ella, y si lo ayudo a lo mejor...
Pero no duró mucho esa situación. Esta vez Melisa la llamó al BPS desde el teléfono monedero del bar de la esquina para decirle que papá estaba muy mal y que iba para ahí. La Tana se puso tan pálida que los compañeros y compañeras del trabajo le dijeron que se fuera, que ellos le marcaban la tarjeta. Pero no alcanzó a bajar hacia la salida cuando vio que él la estaba esperando en la camioneta. Se subió resignada. Era una noche de invierno y se había descargado un chaparrón espantoso.
—Podrías agradecer un poquito que tu marido te viene a buscar, para que la señora no se moje —fue el saludito, junto con la cara que se corre para evitar el beso porque detrás de esa frase viene el resto del discurso—: Pero, ¡qué vas a agradecer, vos! Mal acostumbrada, estás...
Ni bien arrancó la camioneta se hizo obvio que no la llevaría a casa, pese a los ruegos diciéndole que tenía que hacer la comida y que estaba muy cansada. Él decidió vagar por calles oscuras, sin rumbo, soltando su bronca —también sin rumbo— otra vez incontrolable y poblada de groserías. El colmo llegó cuando la Tana le dijo “que yo no te hice nada, que te estás enloqueciendo.” Él aprovechó la señal:
—¿Loco? —dijo Guzmán con la misma fuerza con que apretó bruscamente el freno de la camioneta—. Yo te voy a enseñar lo que es estar loco... ¡No te vas a olvidar nunca más de este loquito!
La Tana entró en ese pánico que ya conocía y temía, y hasta llegó a cerrar los ojos para minimizar el primer golpe que presentía próximo.
Pero la trompada nunca llegó. Al principio, todavía con los ojos fuertemente cerrados, creyó que lo que escuchó no era más que su imaginación de ese mundo en el que se metía a veces para sufrir menos. Le pareció que volvía a su propia adolescencia, que escuchaba a su perro Jeremías que venía ladrando a salvarla. Cuando abrió los ojos, extrañada porque el golpe tardaba mucho, vio a Guzmán perplejo tratando de ver hacia atrás. Y cuando ella también miró, supo que no era su imaginación ni quedaba lugar para ninguna duda. El Jeremías gruñía trepado a la caja de la camioneta. Ladraba, mostraba los dientes afilados en un gesto terrible y arañaba la ventanita de atrás de la cabina.
—¡Bestia de porquería, me vas a romper el vidrio! —le gritó Guzmán—. ¡Esto es lo único que me faltaba! —vociferó mientras abría la puerta de la camioneta para salir. La Tana aprovechó la confusión para hacer lo único que deseaba en ese momento: escapar. Abrió la puerta y corrió como pudo, mientras oía a sus espaldas el entrevero de ladridos y gritos. Cada vez más lejos.
A la tarde siguiente, el se reapareció como lo hacía siempre, como si nada. Traía una mano vendada, y apenas garabateó un saludo al entrar. La Tana le preguntó, como al descuido, qué le había pasado en la mano, sabiendo que iba a disfrutar de la respuesta.
—Me mordió —le dijo Guzmán entre dientes—. Ese perro de porquería me mordió...
—Yo lo vi al Jeremías. Te lo juro. Lo vi clarito. Estaba lloriqueando por no poder ayudarme, como cuando era chica.
La Tana Scotti anda hoy por los sesenta y pico. Ya no vive con su ex marido. Cuando cuenta, se la ve segura y tierna, como sabiendo que no está sola.
—Yo lo vi. Y sabía que no podía ser de este mundo. Nadie me va a poder creer, pero nadie tampoco me va a convencer de que no estaba ahí. Tampoco nadie me va a convencer de que no fue mi Jeremías el que me salvó aquella noche.
Cuando lo dice, los ojos se le ponen tan vidriosos que hasta parece que yo mismo estoy viendo al perro reflejado en ellos.
Y le digo que sí, que yo le creo.
Leyendasur- Mensajes : 2
Fecha de inscripción : 13/09/2010
Re: El perro guardián
Muchas gracias por esta leyenda o más bien hecho real
exelente relato , debo decir , que tampoco me da miedo alguno sino que me enternece lo fiel que era "jeremías" , tan solo siendo un perrito llevó el compromiso de proteger a su ama aún mas allá de la muerte
paso este relato al area de fantasmas , ya que me resulta más un relato real que una leyenda urbana
exelente relato , debo decir , que tampoco me da miedo alguno sino que me enternece lo fiel que era "jeremías" , tan solo siendo un perrito llevó el compromiso de proteger a su ama aún mas allá de la muerte
paso este relato al area de fantasmas , ya que me resulta más un relato real que una leyenda urbana
Re: El perro guardián
Son esos momentos n q reflexionamos y pnsamos cuantas veces nos habremos cruzado cn animales en bosqs, calles, rutas, lugares. Y tal ves, ellos ya no compartes esa similitud q tenemos con ellos q es la d estar vivos no? la verdad me nknto muy buenos
Invitado- Invitado
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